Uno de los artículos más comentados en el numero 1 de la Revista “Lo Trabucaire” (os aconsejamos a todos que os la descarguéis) ha sido el de “LAS BANDERAS DE ESPAÑA Y EL CARLISMO” en donde su autor nos dice que las Bandera de las Aspas sigue siendo nuestra Bandera Nacional.
A continuación os pasamos el artículo traducido al castellano para que todos lo no conocedores de la lengua catalana podáis leerlo.
LAS BANDERAS DE ESPAÑA Y EL CARLISMO
(unas breves reflexiones)
Es un error relativamente frecuente, creer que la cruz de San Andrés o de Borgoña fue enarbolada por los carlistas desde su primer grito de guerra el día 2 de octubre de 1833 o que, tal vez, la adoptaron como enseña a lo largo del siglo XIX. También lo sería pensar que nuestra actual bandera nacional lo es desde el real decreto de Carlos III de 28 de mayo de 1785, por mucho que los actuales Gobiernos, como siempre torticeramente, se empeñen en ello, o que ésta, a pesar de lo que la mayoría pudiera pensar, fue nuestro primer símbolo nacional. Trataremos de dilucidar todos estos extremos. No vamos a caer, sin embargo, en la tentación de hacer una historia de cómo y porqué llegó a reinar en España la Casa de Austria y del porqué el emblema de los duques de Borgoña, la cruz de San Andrés, su patrón, era el suyo. Pero sí debemos hacer una reflexión de carácter filosófico-político sobre el concepto de Nación que normalmente los historiadores no hacen, generando con esa falta una serie de errores respecto a cuál fue nuestra primera enseña nacional. Reflexión que, naturalmente, dejamos a un experto en filosofía-política. Precisa para nosotros el profesor Francisco de Borja Gallego:
«La Nación, en sentido tradicional, responde necesariamente a la noción de pueblo natural, es decir, aquella comunidad política que surge orgánica y espontáneamente como consecuencia del quehacer humano en el ejercicio de su libertad. Su objeto no era otro que la custodia del orden social, pues garantizaba tanto la supervivencia de los individuos como la de la propia comunidad, que quedaba regulada por el Derecho, fundamentado en la naturaleza y en la razón y recogido en la costumbre. Ésta, al estar adecuada al orden universal de las cosas, proporcionaba un cierto êthos moral que vertebraba la sociedad al proponer un fin sobrenatural que superaba el fin ordinario de lo político, que es el bien común. El elemento central de la Nación natural era pues la phília, es decir, la virtud filial o de piedad respecto de los antepasados que vivieron en ella y por tanto constitutiva del sentido metafísico que legitimaba el amor por la Patria, expresión emocional, aunque no romantizada, de ese concepto natural de Nación. Por eso, el sentido de la Nación natural es también moral en tanto constituye un centro metafísico que disfruta de una autoridad, no en competencia con Iglesia sino, precisamente, como subsidiaria de ésta en la medida en la que las naciones del mundo se reglaban bajo la Ley de Cristo como concepto universal. La Nación Natural es por tanto una representación particular –con sus costumbres, tradiciones y fueros propios-, de la fe católica en su conjunto».
Añadiendo:
«En contradicción con esta concepción, hemos de subrayar que, con el advenimiento del modo de pensar ideológico, inseparable del desarrollo del Estado y su razón secularizadora, el nuevo orden sociopolítico surgido de la Revolución Francesa habría de fundamentarse en la búsqueda de un acervo cultural común -desaparecido ya el del orden tradicional-, mediante el cual los individuos pudiesen identificarse en una sola unidad moral, una suerte de corpus mysticum o centro metafísico absoluto resuelto en la idea de Nación Política. Es decir, una abstracción de suyo artificial en tanto constituye una entidad jurídico-política hipostasiada -depositaria de una voluntad política propia-, y por tanto heredera del viejo contractualismo formalizador que presupone lo social como algo distinto de lo político. Partiendo del mito del estado de naturaleza1, el contractualismo político justificó la maquinaria del Estado como un orden moral y sociológico que pretendía constituir una explicación total y racionalizada de las leyes de la naturaleza. Esto, junto el surgimiento del pensamiento ideológico le proporcionó a la Nación Política un cierto estatus de “persona moral”, bajo cuya voluntad colectiva habrían de subsumirse el resto de voluntades que la constituyen. Esto supuso la aniquilación de la tradicional unidad metafísica de la Nación Natural, dando paso a una nueva “metafísica de las naciones” en cuyo horizonte se depositaba ya la idea de una cierta universalidad en competencia con la de la Iglesia bajo los principios revolucionarios de igualdad, solidaridad y la cooperación. Al sacralizar la democracia como forma unívoca de gobierno legítimo y con ello divinizando también la voluntad general como nueva –y exclusiva- expresión de lo político, se actualizaba así la vieja fórmula de potentia absoluta dei bajo la forma equidistante e igualitarista de la Nación Política. Con ello, la moral cesaba en su posición como referencia de autoridad –en tanto inscrita en un êthos trascendente adecuado a un orden universal de las cosas-, a favor de un logos racionalista que mitifica la política y que fabrica su propia moral laica y artificial».
Es decir, reduciéndonos al tema que nos ocupa, han existido y existen dos conceptos no solo diferentes, sino contrapuestas de Nación. Refiriéndonos a España, podemos concretar el nacimiento de España como Nación Natural en el III Concilio de Toledo, con la confesión pública de Recaredo de haber renunciado al Arrianismo y abrazado el Catolicismo, hecho que tuvo lugar el día 8 de mayo del año 589. Y esa Nación que entonces nacía al darse una misma fe aquellos que habían nacido en una misma tierra, hablaban una misma lengua y proyectaban una historia común, tendría con el tiempo una bandera, al convertir el emperador Carlos la cruz de Borgoña en el emblema que le distinguía y que sería utilizado por todos los que le sucedieron, convirtiéndose así en el de la Monarquía española. Por tanto, antes de que el proceso revolucionario acabase con lo que los historiadores, por cierto, de forma bastante imprecisa, han llamado el Antiguo Régimen, existía una Nación española en su acepción natural y tradicional: una comunidad de familias forjada a lo largo de siglos de Fe, Historia, sin que los matices que daban carácter a alguna de sus regiones hiciesen otra cosa que enriquecerla. Nación que se definía como Reino por ser la Corona la cúspide de sus instituciones. Nación que desvinculada de todo el contenido político que la Modernidad le adjudicaría posteriormente, se identificaba por los mismos emblemas que identificaban a su Rey y a su Reino, puesto que ambos conceptos estaban inextricablemente unidos en su historia y esencia. Como consecuencia, hemos de aseverar que la cruz de Borgoña como divisa de nuestros monarcas, ya fuesen de la Casa de Austria ya de la de Borbón que la había heredado y asumido, lo era de España y cualquier bandera en que dicha cruz apareciese lo era de España. Es cierto que no había una normativa precisa sobre su forma, dimensiones o colores, pero es que no era necesario, insistimos, si su escudo de armas representaba a nuestro Rey, la cruz de Borgoña representaba a nuestra Casa Real y, por tanto, a España.
Y aclarado desde cuándo fue la cruz de San Andrés nuestra bandera y buscando concretar en el tiempo hasta cuándo lo fue, obligatoriamente algo hemos de decir sobre la necesidad puramente práctica que Carlos III sintió de dotar a nuestra Armada de un símbolo propio que la distinguiese de las de otros países, para empezar de aquellos en los que reinaban otras ramas de los Borbones: Francia, Parma, Nápoles o Sicilia, pero también de las de otros como Inglaterra o Portugal en cuyas banderas predominaba el color blanco. En consecuencia, firmaba en el palacio de Aranjuez el siguiente real decreto:
«Para evitar los inconvenientes, y perjuicios, que ha hecho ver la experiencia puede ocasionar la Bandera nacional, de que usa mi Armada naval, y demás Embarcaciones Españolas, equivocándose a largas distancias, o con vientos calmosos con las de otras Naciones; he resuelto, que en adelante usen mis Buques de guerra de Bandera dividida a lo largo en tres listas, de las que la alta, y la baja sean encarnadas, y del ancho cada una de la cuarta parte del total, y la de en medio amarilla, colocándose en esta el Escudo de mis Reales Armas reducido a los dos cuarteles de Castilla, y León con la Corona Real encima; y el Gallardete con las mismas tres listas, y el Escudo a lo largo, sobre cuadrado amarillo en la parte superior. Y de las demás Embarcaciones usen, sin Escudo, los mismos colores, debiendo ser la lista de en medio amarilla, y del ancho de la tercera parte de la Bandera, y cada una de las restantes partes dividida en dos listas iguales encarnada, y amarilla alternativamente, todo con arreglo al adjunto diseño. No podrá usarse de otros pabellones en los Mares del Norte por lo respectivo a Europa hasta el paralelo de Tenerife en el Océano, y en el Mediterráneo desde primero del año de mil setecientos ochenta y seis: en la América Septentrional desde principio de Julio siguiente; y en los demás Mares desde primero del año de mil setecientos ochenta y siete. Tendréislo entendido para su cumplimiento. Señalado de mano de S.M. en Aranjuez a veinte y ocho de Mayo de mil setecientos ochenta y cinco»2.
Documento reproducido infinidad de veces, pero sobre el que se ha reflexionado seriamente muy pocas. Ahora nos es indiferente la parte estrictamente material, la forma y los colores, la estética si se quiere, de la nueva bandera. Repasemos las primeras líneas de aquel real decreto: «Para evitar los inconvenientes, y perjuicios, que ha hecho ver la experiencia puede ocasionar la Bandera nacional, de que usa mi Armada naval». Parece que no puede haber duda alguna de que, como hemos argumentado, ya existía entonces una «Bandera nacional» cuyos similitud de colores con los de otras naciones causaba equivocaciones, a veces fatales. Y ¿Cuál era ésta? ¿Cuál era esa bandera que se confundía con las de otras naciones? Sinceramente no creemos que haya que hacer mucho hincapié en ello, aquella de paño de color blanco cargada con las armas del rey o con la cruz de Borgoña o con ambas combinadas o siendo anverso y reverso de la misma bandera. Daba igual porque, insistimos, las primeras representaban al Rey que en aquellos momentos reinase en España y por tanto a ésta, la segunda porque representaba a la Casa Real Española y por tanto también a España. Repetimos, había Nación española, en su acepción original y natural y bandera nacional. Pero todavía no era ese el momento en que dejaría de ser la cruz de Borgoña nuestra bandera nacional. También queda bastante claro en el Real decreto transcrito, que Carlos III nunca se propuso la creación de una nueva bandera nacional, sino una bandera para que la usasen sus <<Buques de guerra>>. Demostración de ello, por si no bastase su palabra, es que en el Ejército se seguirían usando las anteriores a tal real decreto porque, evidentemente, éste no le alcanzaba3. Es decir, la cruz de Borgoña seguía siendo nuestra bandera nacional.
Es cierto, sin embargo, que el uso de esa bandera naval, inicialmente exclusivamente una bandera de guerra se iría extendiendo progresivamente fuera de los buques de la Armada. En 1787 a las embarcaciones de la Real Hacienda y en 1793 a las plazas marítimas, castillos y defensas de las costas, pero digámoslo con rotundidad: no más allá. Aunque ciertamente y como anticipábamos esta situación se quebraría con las irrupción de las ideas revolucionarias en España. La Nación dejaría de ser natural para devenir en política, ya no estaría inextricablemente unida al Rey, de hecho, empezaría a representar una realidad jurídica diferente y depositaria además de la soberanía, concepto estrictamente revolucionario, por eso necesitaba sus propios símbolos. Y claro está, los revolucionarios gaditanos levantados en 1820 aprovecharon que en aquella ciudad, como plaza marítima que era, ondeaba una bandera que en strictu sensu no representaba al Rey ni a la Monarquía solamente a su Armada, para hacerla suya. Que esto fue así, no puede ser discutido, baste como prueba, aparte de las muchas referencias históricas que lo confirman que, cuando los revolucionarios tuvieron que elegir bandera para la Milicia Nacional, utilizaron la roja y gualda de forma preferente. Recordemos también que fue mediante decreto de 24 de abril de 1820, al iniciarse el Trienio Constitucional, cuando se reorganizaría la Milicia Nacional y se establecería que cada batallón tuviese una bandera formada por dos franjas rojas y una amarilla de igual anchura con el nombre de la provincia y de la ciudad y el número del batallón. Los escuadrones de caballería usarían una bandera similar, pero con las franjas verticales. De hecho, por decreto de 9 de diciembre de 1821 se ordenaría sustituir las banderas de todos los cuerpos del Ejército y la Milicia Nacional por una insignia compuesta de un asta coronada con un león de bronce sosteniendo la Constitución y con dos grimpolones, con el que ellos denominaban pabellón nacional, aunque este cambio no llegaría a materializarse por el fin violento del Trienio. Baste también como prueba para quien no quiera buscar dichos decretos que, en el Congreso de los Diputados se conserva la bandera que regaló a la Milicia Nacional de Cabeza de Buey, Diego Muñoz Torrero, sacerdote liberal y uno de los padres de la Constitución de 1812, aunque difiere ligeramente del modelo oficial del decreto por sus adornos (una alegoría de la Constitución y cuatro cabezas de buey) y que erróneamente algunas fuentes identifican como bandera de las Cortes de Cádiz. Como curiosidad hemos de anotar que mediante orden de 3 de diciembre de 1837 la reina regente, Dª. María Cristina, concedió una medalla de honor a Isidora Mora de San Joaquín, religiosa exclaustrada que conservó dicha bandera oculta en su convento desde 1823 y durante toda la mal llamada Década Ominosa. Y, como era natural, finalizado el Trienio, se volvió al uso tradicional de las banderas, quedando otra vez la bandera roja y gualda exclusivamente como bandera naval.
Sería, como por otra parte era lógico, con el reinado de Isabel II heredero de la revolución gaditana, cuando de forma lenta y progresiva se iría ampliando el uso de la bandera bicolor a las unidades militares de tierra desplazando, aunque nunca del todo, a la cruz de San Andrés. Pero no debemos engañarnos, no sería hasta el tardío año de 1843, cuando se hablase oficialmente por primera vez de bandera nacional refiriéndose a la bandera rojo y gualda y se procurase hacer extensivo su uso a todo el Ejército. Es decir, no hubo un paso directo de una a otra bandera, sino que hubo un período de transición marcado por la Primera Guerra Carlista que, al retrasar el asentamiento del Nuevo Régimen en España, retrasó el cambio de sus símbolos. Reproducimos el decreto al que hacíamos referencia:
«Siendo la bandera nacional el verdadero símbolo de la monarquía española, ha llamado la atención del Gobierno la diferencia que existe entre aquella y las particulares de los cuerpos del ejército. Tan notable diferencia trae su origen del que tuvo cada uno de esos mismo cuerpos; porque formados bajo la denominación e influjo de los diversos reinos, provincias o pueblos en que estaba antiguamente dividida la España, cada cual adoptó los colores o blasones de aquel que le daba nombre. La unidad de la monarquía española y la actual organización del ejército y demás dependencias del Estado exigen imperiosamente desaparezcan todas las diferencias que hasta ahora han subsistido sin otro fundamento que el recuerdo de esa división local, perdida desde bien lejanos tiempos.Por tanto, el Gobierno provisional, en nombre de S.M. la Reina Doña Isabel II, ha venido en decretar lo siguiente: Art. 1º. Las banderas y estandartes de todos los cuerpos e institutos que componen el ejército, la armada y la Milicia nacional serán iguales en colores a la bandera de guerra española, y colocados éstos por el mismo orden que lo usan en ella. Art. 2º. Los cuerpos que por privilegio u otra circunstancia llevan hoy el pendón morado de Castilla usarán en las nuevas banderas una corbata del mismo color morado y del ancho de las de San Fernando, única diferencia que habrá entre todas las banderas del ejército, a excepción de las condecoraciones militares que hayan ganado o en lo sucesivo ganaren. Art. 3º. Alrededor del escudo de armas Reales, que estará colocado en el centro de dichas banderas y estandartes, habrá una leyenda que expresará el arma, número y batallón del regimiento. Art. 4º. Las escarapelas que en lo sucesivo usen los que por su categoría o empleo deben llevarlas, cualquiera que sea la clase a que pertenezcan, serán de los mismos colores que las expresadas banderas. Art. 5º. Los adjuntos modelos se circularán por todos los ministerios a sus respectivas dependencias, para que por todos los individuos del Estado sean conocidas y observadas las disposiciones contenidas en este decreto.= Dado en Madrid a 13 de Octubre de 1843.= Joaquín María López. Presidente»4.
Decreto que merece algunos comentarios subrayando: Primero, la justificación, totalmente mendaz, del porqué de las diferencias existentes entre las banderas de los distintos cuerpos del Ejército y la «nueva» bandera nacional, precisamente para evitar reconocer la existencia de una anterior bandera nacional que no necesitaba ningún tipo de uniformidad para ser reconocible. Segundo, la contradicción que, con su justificación inicial supone que en el artículo primero reconozcan que la bandera roja y gualda, en vez de bandera nacional hasta entonces era simplemente la «bandera de guerra española». Tercero, confirmando nuestra teoría, la necesidad que se expresa en el artículo quinto de sacar dicha bandera del ámbito estrictamente militar, extendiéndola al civil. Y cuarto, el uso ideologizado de las mayúsculas y minúsculas, pues debe observarse que Ejército, Armada y Monarquía, se escriben en este decreto con minúsculas, mientras que Gobierno, Estado y Milicia nacional, con mayúsculas. Además, debemos también resaltar que esa pretendida ampliación del uso de la bandera roja y gualda al ámbito civil, en la práctica, apenas tuvo seguimiento. De hecho, muchos años después, se tuvo que recodar con un nuevo decreto que también copiamos:
«A propuesta del Presidente de Mi Consejo de Ministros y de acuerdo con el mismo Consejo, Vengo en decretar lo siguiente: Artículo 1º. En todos los edificios públicos al servicio del Estado, así civiles como militares, y en los de las Diputaciones, Ayuntamientos y Corporaciones oficiales, ondeará la bandera española desde la salida a la puesta del sol los días de Fiesta Nacional. En las capitales de provincia y en las demás poblaciones, donde por costumbre estuviere establecido, no ostentarán en los expresados edificios colgaduras durante las horas antes mencionadas, e iluminaciones desde la puesta del sol hasta la once de la noche. Artículo 2º. Las Autoridades gubernativas, civiles y militares cuidarán, bajo su responsabilidad, del exacto cumplimiento de los anteriores preceptos.= Dado en Palacio a veinticinco de Enero de mil novecientos ocho.= ALFONSO»5.
Decreto, que al contrario que el anterior, queda fácilmente definido no solo por lo tardío de la medida, sino también por lo limitado de su alcance, al reducir su uso a los días festivos. Pero dicho todo esto, puede haber alguien que sorprendido por nuestras afirmaciones pueda argumentar en contra de lo hasta ahora dicho y que, por cierto, la documentación demuestra, que la bandera roja y gualda era, al menos desde el decreto de 13 de octubre de 1843, la bandera de todos los españoles y como demostración podrían, tal vez, argüir que los mismos carlistas la utilizaron en sus banderas en la Tercera de sus guerras. Y es verdad, los carlistas, utilizaron con cierta profusión los colores rojo y gualda en sus banderas y estandartes en dicha contienda, pero nosotros podemos replicar que, no obstante ser esto cierto, la bandera de D. Carlos VII fue la de su abuelo, es decir, la bandera «Generalísima» que en el anverso lucía la imagen de la Virgen de los Dolores sobre seda blanca y en el reverso las armas reales sobre terciopelo rojo. Contraargumentándonos seguramente algunos que, a pesar de esto, su uso implicaba que entre ellos no podía haber rechazo alguno hacia dicho colores, lo que es evidentemente también cierto, pero solo como colores de bandera de guerra nunca como bandera nacional, hecho que demuestra que entre los batallones y escuadrones carlistas se utilizase no solo banderas y estandartes con dichos colores, sino también y en la misma o mayor proporción blancos, celestes y morados. Los símbolos son eso, representan algo, no nos parece posible creer que los carlistas hubiesen aceptado como suya una bandera que entonces encarnaba principios tan contrarios a los suyos, aunque sea ciertamente posible que ,durante los más de treinta años transcurridos desde el final de la Primera Guerra, se hubiesen acostumbrado a ver a la bandera roja y gualda como pabellón nacional sin entrar en disquisiciones filosófico-políticas. Bien, si eso era así, estaríamos entonces ante una mera cuestión sentimental de muy corto alcance político. Los carlistas combatieron a los amadeístas, a los republicanos y a los alfonsinos, no por meras cuestiones dinásticas o de forma de gobierno, sino porque representaban una forma de entender el mundo radicalmente diferente. ¿Podían los mismos símbolos identificar concepciones tan opuestas?
Anotado todo lo anterior, no podemos dejar de reconocer que no muchos años después, el propio D. Carlos, VII en la dinastía carlista, en un acto que demostraba que por entonces estaba falto del adecuado asesoramiento al respecto, encargó para el palacio de Loredán un óleo que representase a España y para ello el pintor veneciano Antonio Ermolao Paoletti, no tuvo mejor idea que personificarla en una orgullosa matrona, de porte revolucionario, envuelta en la bandera roja y gualda, óleo que adornó desde 1.888 la biblioteca de dicho palacio. Más grave, a nuestro juicio, fue la falta de criterio que a este respecto demostró Enrique de Aguilera, marqués de Cerralbo, al firmar el día 26 de enero de 1897, el acta de las reuniones habidas en dicho palacio, pues, aunque fuese de forma poética, también en ella se hacía un encendido elogio de dichos colores. Y no es que nosotros neguemos su significado actual, solamente pretendemos suscitar una polémica que entendemos no es absoluto baladí centrando cronológicamente la cuestión. Insistimos en nuestra anterior pregunta, ¿pueden los mismos símbolos representar cosmovisiones tan encontradas?
Es verdad que los símbolos con el devenir de los años pueden variar su significado, unas veces simplemente por la evolución conceptual, más o menos interesada, de aquello que representan o forzados por algún hecho histórico de especial trascendencia que trasmuta dicho significado. Y esto último fue lo que sucedió con la bandera roja y gualda al ser sustituida en la Segunda República el día 27 de abril de 1931, convirtiéndola así de la noche a la mañana y por contraposición a la tricolor de la Segunda República en el símbolo de la Monarquía. Y esta precisión que corrige tantas interpretaciones poco meditadas, no puede tomarse como algo meramente anecdótico, pues se podría pensar que el que los carlistas reconociesen como bandera nacional la roja y gualda a finales del siglo XIX o principios del XX es algo irrelevante. No lo creemos, insistimos, eso sería tanto como reducir el enfrentamiento entre los españoles durante tres guerras civiles y otros tantos intentos que se sucedieron a lo largo del siglo XIX, a meros conflictos dinásticos. Es para nosotros inaceptable que dos formas de entender y de forma tan opuesta España, pudiesen utilizar los mismos símbolos para identificar pensamientos tan conceptualmente distintos. Repetimos, sería un hecho tan trágico en nuestra historia como la llegada de la Segunda República, la que abriría una nueva brecha tan profunda como la anterior, dividiendo nuevamente a los españoles, ya no en cristinos o alfonsinos frente a carlistas, sino entre monárquicos y republicanos, lo que daría un nuevo significado a nuestra actual bandera. Otra cosa sería que escudo debería lucir, pero eso lo dejaremos para otra ocasión, aunque ahora podamos adelantar su importancia, pues es el elemento que distingue en la actualidad a monárquicos legitimistas de constitucionalistas.
Debemos terminar ya estas breves reflexiones y para poder hacerlo solo nos queda recordar cómo llegó a identificarse la cruz de San Andrés con el Carlismo. Y para ello hay que volver a la Segunda República, pues sería en 1.934 cuando Domingo Fal Conde, jefe delegado de D. Alfonso Carlos y José Luis Zamanillo y González-Camino jefe nacional del Requeté, decidieron convocar un concurso para elegir un distintivo, en principio solamente como insignia de solapa, con el que se pudieran identificar entre sí los miembros de esa entonces clandestina organización paramilitar. Ganaría aquel concurso Roberto Escribano Ortega, monárquico de Pampliega, aficionado al dibujo heráldico y que solamente tuvo que rescatar del olvido nuestra primera bandera nacional de tan profundo significado filosófico-político. Y al comenzar la nuestra última Guerra, las unidades de Requetés que la habían convertido en ese tiempo en su bandera se lanzarían al campo de batalla tremolándola a su frente, pasando a ser desde entonces y solo desde entonces, el símbolo que los distingue.
1 Casi todos los principales teóricos del contractualismo fueron pródigos en el diseño intelectual de una suerte de estado humano primigenio, abstracto e indeterminado históricamente, pero anterior y distinto del orden social, en el que los individuos o bien tendían a su propia auto aniquilación o se encontraban incompletos moralmente. De ahí la necesidad del pacto político-social y la construcción del Estado: primero como garante de la seguridad (Hobbes), segundo como garante de lo moral en tanto colectivo (Rousseau).
2 Gaceta de Madrid núm. 55 (martes, 12 de julio de 1785). Ortografía actualizada.
3 En la obra de José Luis CALVO PÉREZ y Luis GRÁVALOS GONZÁLEZ: Banderas de España. Vitoria. Silex, 1983, se pueden encontrar ejemplos de todas nuestras afirmaciones.
4 Gaceta de Madrid núm. 3313 (domingo, 15 de octubre de 1843).
5 Gaceta de Madrid núm. 26 (domingo, 26 de enero de 1908).